domingo, 21 de julio de 2013

#18

Estábamos tan bien. Todavía sigo sin entender por qué se fue.
Llegué de la universidad cansado pero advertí que sus cosas no estaban desperdigadas por la habitación, el escritorio del siglo XVIII, con la madera tan hecha polvo que podría resquebrajarse en cualquier momento, no estaba su diario ni el papel para cartas. Lo único que llenaba la habitación eran los regalos que le hice en su día.
Aún recuerdo el día en que la conocí. Ella iba a ser mi compañera en aquel piso de dos habitaciones, cocina estrecha con barra americana y pequeño salón que estaba lleno por un sofá a rayas de color beige, un sillón a juego y una tele de 40 pulgadas. El casero me enseñó la que sería mi habitación durante dos años y me llevó al salón para darme una copia de las llaves. La televisión estaba encendida y en el sofá había una chica sentada, fumando.
Pero, ¿qué ye ha hecho ya?
—Ella es tu compañera —me informó el casero y se marchó, dejándome con la desconocida y las llaves con un llavero cutre del Caja Madrid.
—Hola —me acerqué a ella y extendí el brazo—. Soy Eric.
Ella no pestañeó, sus ojos marrones y acuosos ni siquiera apartaron la mirada del programa que estaba viendo.
—Yo soy Erika —respondió indiferente—. Ahora deja de molestar, ¿no ves que estoy viendo la tele?
Me sentó bastante mal que su saludo fuese así, por ello pasaba el mayor tiempo posible fuera del piso, aparte de que ella tenía un chico al que invitaba todas las noches.
Con el paso de los meses, dejó de molestarme. Sabía qué días podía entrar sin miedo a casa y cuales oiría la algarabia que formaban cuando follaban.
No hacíamos nada juntos y eso, a veces, me sentaba fatal porque yo solía tener una vida familiar, no muy plena pero sí sentarnos juntos a la mesa y comentar las cosas. Vivir con ella era vivir con soledad.
Casi medio año después, el chico dejó de venir a casa.
Un día, que me levanté tarde y tenía examen, se me plantó delante de mí y me dijo:
—Perdona que haya estado tan fría estos meses —se agarró el brazo, nerviosa—. No llevaba muy bien la relación con mi chico y...
—Pues no lo parecía —estaba de mal humor y lo que menos quería era pararme a hablar de ella, una mujer que había pasado de mí completamente durante casi seis meses.
—Pues así era —me miró fijamente con los acuosos ojos térreos—. El sexo estaba muy bien pero la pareja en sí se iba al traste.
—Mira, Erika, tengo un examen y ya llego bastante tarde.
—Bueno, perdona... —su voz se desgarró en un pequeño gemido que me hizo darme cuenta de que no estaba bien. Le alcé la barbilla.
—Perdona es que llego tarde y...
—Sí, debes marcharte —pero ya no podía marcharme. Entre que era pequeñita, esas trenzas cortas, negras y los ojos aún más acuosos, veía una niña desválida y que necesitaba que la cuidasen. Pero cuando yo me había tranquilizado, ella me dejó marchar.
Me pasé la mayor parte del examen pensando en cómo compensar lo que había hecho a Erika pero también me centré en la hoja que tenía delante. No podía defraudar a mis padre que esperaban que algún día yo fuera odontólogo.
Cuando llegué a casa, ella estaba en el sillón con un jersey gris perla que le dejaba el hombro al descubierto, de espaldas; me acerqué a ella para disculparme pero dormía, aunque se le notaba que había llorado. Entonces me fijé que lo que tenía en la nuca: unas alas de ángel. Las toqué porque me parecían tan reales que podría decirse que ella era un ángel.
—¿Qué haces? —preguntó somnolienta, mirándome desde el sillón, ladeando su cabeza.
—Tocar tus alas —se volvió del todo, se apoyó en el respaldo del sofá y, después de unos minutos así, me sonrío y me besó. La miré, totalmente estupefacto.
—Nadie antes había tocado mis alas —me comentó con una sonrisa entre los labios. Entonces, no sé qué sentí sin embargo me acerqué y la volví a besar. Ella me correspondió, pasando sus manos por mi nuca, acariciando los mechones que se peleaban por querer estar entre sus dedos. Bajó una de las manos desde la nuca hacia la espalda, que se puso como si fuera piel de gallina, siguió bajando mientras apartaba la mano de  la nuca y levantaba la camiseta.
—¿Qué quieres hacerme? —bromeé.
—Hacerte mío, Eric —se alejó de mí—. ¿O no quieres?
Asentí y me acerqué a ella, levanté su jersey y besé sus pezones, ella me quitó la camiseta como pudo y no dejó de besarme mientras quitaba los botones de los pantalones y me ayudó a quitarlos, dejándolos en el suelo.
—Erika.
—Dime —susurró en mi oído, lo que me excitó aún más.
—No quiero que pienses que esto es solo esta noche...
—Cállate —me besó los labios y mordió mi cuello, bajó por mi cuerpo hasta meter en su boca mi pene pero, volvió a subir demasiado rápido, empalándose con él; haciéndome disfrutar de cada movimiento. Se movía, se retorcía sobre mí, cada vez más excitada, gritando y besándome, siempre atenta. Cuando sentí que ella tenía un orgasmo, me corrí.
Cuando todo terminó me dormí.
Al día siguiente, me levanté y ella ya no estaba. Y me dejó solo con la frialdad de un piso para mí solo, sin sus cosas.

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