lunes, 9 de noviembre de 2015

#31

Estaba montado en aquel vagón de tren, mirando al andén; con la mirada perdida entre los paraguas que todos llevaban debido a la lluvia latigueante que no paraba de azotar a la ciudad. ¿Acaso se estaba vengando de mi marcha?
Entonces pensé en ella. Ella con un gorro rojo, ella con mi bufanda. ¿Volvería a verla con aquella sonrisa dibujada con exquisitez?

Volví a clavar la mirada en aquel trozo de cemento que se empapaba más con aquella tormenta. Con un relámpago, pude ver su figura; clavando sus ojos en mí, con ellos totalmente licuados, con su gorro rojo y mi bufanda al cuello. Estaba seria y yo sorprendido. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué sabía cuál era mi tren? ¿Por qué no llevaba paraguas? Bajé del tren, aún le quedaba un cuarto de hora para salir de la estación.
—¿Qué haces aquí?
—Porque te ibas sin despedirte.
—Lo he hecho para no verte triste, tonta —le acaricié la mejilla y ella la agarró con fuerza. El cabello castaño se le empapaba bajo la cortina de agua, el gorro de lana se convertía de color rojo apagado y oscuro. Me atrajo hasta ella y me abrazó con fuerza, yo pasé mi mano por sus cabellos empapados—. Volveré antes de que te des cuenta, tontorrona.
Intentaba mostrar una actitud positiva para ella pero, dentro de mí, en lo más profundo de mi pecho, dolía cada latido; pobre corazón mío que sufre de mal de amores.
—Me da igual cuando vuelvas, sólo quiero que vuelvas.
—Prometo estar aquí antes de mayo. Mientras, lucha por nosotros, no dejes que tu corazón se canse de latir por mí.
—Sabes que no lo haré —me besó tierna y dulce, como siempre han sabido sus labios—. Sabes que tú eres cada latido que doy.
Entonces quise llevármela conmigo, sin importar nada de lo que me dijera la razón; quería meterla en cualquier lugar y llevármela. Sin embargo, sólo la abracé, estrechándola entre mis brazos con fuerza. No le dije nada más, las palabras sobraban entre nosotros, sólo la intensidad de nuestras miradas era necesaria. Mirarnos a los ojos y no olvidarnos de nuestros ojos; ojos avellanas que se clavaron en mi mente para no abandonarme nunca. Incluso, si ahora cierro los ojos, puedo verlos nítidamente a través de mis párpados; su juventud, su amor, su vigor y su fuerza.

Finalmente llegó el odiado pitido, el tren se marchaba y yo debía hacerlo; para bien o para mal. Mientras observaba sus lágrimas al otro lado del cristal, me prometí no volver a hacerla daño y volver lo antes posible. La quería. La quiero. La querré. A pesar de no haber cumplido la promesa que le hice.