martes, 23 de julio de 2019

En el arcén de una carretera ~Capítulo 1

Allí estaba otra vez ese dolor, desgarrándome por dentro. A pesar del tiempo que había pasado sin sentirlo, podía reconocerlo y me estaba magullando por dentro... Supongo que si no lo había sentido en tanto tiempo se debía al hecho de que no había amado mucho de esa manera tan intensa.

Sentía cómo mi sangre se escapaba por algún lado pero sin haber heridas visibles, ni una sola. Mi primer pensamiento en ese estado fue el de huir, salir corriendo. No quería volver a toparme con su rostro o las vendas que con las que había bordeado mi corazón se desprenderían y no terminaría de cicatrizar nada. No deseaba quedarme junto al dolor de los recuerdos de cada rincón en el que había pasado con él, dados de la mano o besándole en cada esquina.

—Venga, Olivia.
—No vas a conseguir que cambie de parecer, Antonio.
—¿Cómo me van a dejar tirado para la época vacacional? —alza una ceja y refunfuña, poniendo los ojos en blanco—. ¡No volveré a contratarte!
Quizá, si me deseo hubiera sido volver, aquella amenaza me hubiera afectado de otra manera, pero no estaba dentro de mis planes el regresar.
—¡Mejor! —repliqué mientras dejaba unas tazas de porcelana en el lavavajillas—. Es hora de seguir adelante con mi vida. ¡Estoy hasta el coño moreno!
Quizá debiera pedirle perdón a aquel pobre hombre que me dio trabajo con 16 años, que se había dejado los cuernos por que hubiera siempre buen rollo entre todos los trabajadores y que nunca me había puesto problemas con nada. Pero, la verdad, es que me acababan de dejar y, por primera vez en años, sentía una enorme ilusión por estar en pareja con alguien; las mariposas habían hecho cosquillas en mi tripa, los hormigueos me parecían la mejor cuando él me rozaba o me cogía la mano.
Sin embargo, ese alguien me dejó en la estacada, con un montón de sentimientos partidos en mil trocitos, como estaba dejando yo al que era mi jefe.
—Me iré a final de mes —le notifiqué mientras limpiaba el filtro de la cafetera con brío.
—¿Y a dónde vas a ir? —replicó con un tono entre sarcástico y preocupado—. Tu madre...
—Sé lo de mi madre mejor que nadie. Así que sería mejor que cerrásemos la boca —contesté, repasando la caja exterior de metal de la maldita cafetera—. Creo que ya es hora de que siga mi camino.
—Vale. Lo entiendo —zanjó—. Siento haber tocado el tema.

Al volver a casa, todo seguía igual. El piso de dos habitaciones estaba algo desorganizado, con un montón de cajas desperdigadas por todo el salón, abiertas de par en par; algunas contenían cosas y otras estaban vacías. No recuerdo siquiera si cené. Sólo recuerdo el dolor lacerante que me hacía que me escociesen los ojos.
—Ya estoy en casa —saludé como solía hacerlo y el silencio me devolvió el saludo.
Hacía un par de noches que no conseguía tumbarme en la cama y descansar decentemente así que seguí con lo mío: seguir sacando cosas de los armarios, los muebles y demás para seguir metiéndolas en cajas.
Hasta que el cansancio acumulado por lo poco que dormía, del trabajo y de la tristeza me llevaron a la cama deshecha.

A las siete, el despertador del móvil empezó a sonar, trayéndome de un sueño del que no recordaba casi nada; llevaba la camiseta y los vaqueros del día anterior. Miré mi cuarto destartalado, la cama era lo único que quedaba entera. Los muebles de mi infancia y adolescencia ya se habían desmantelado, vendido y entregado a unas familias que me lo habían comprado a un buen precio. Así es como había empezado, por desmontar mi cuarto, luego los armarios con la ropa que mi madre tenía y los zapatos; todos los efectos personales estaban siendo metidos en sendas cajas para entregarlas a la caridad, una ONG o lo que fuera; después había vendido la televisión, el DVD y el Blu-ray por un precio mayor del que podría esperar.
Había colgado fotos de la casa, aún limpia, colocada y decente en distintas webs inmobiliarias y, finalmente, tenía dos potenciales compradores: una pareja de compañeros del instituto y un hombre que tenía varias viviendas a lo largo de mi ciudad. Tenía claro por quien me estaba decantando a pasos agigantados.
Ahora, sólo quedaba meter el resto de efectos personales: mantas, sábanas viejas, trapos, productos de limpieza, vajilla y demás, en otro montón de cajas para entregarlos en cualquier lado o donarlos. Las únicas cajas que tenía claro que se vendrían conmigo eran la que contenía las consolas, y la otra que contenía discos de la adolescencia de mi padre, álbumes de fotos y fotografías enmarcadas de mi familia, donde se nos podía ver a los cuatro sonriendo.
Como decía, no tenía prisa. Tenía una semana completa para seguir haciendo las labores de limpieza, recogida y buscar dónde donar cada tipo de objetos. A las tres empezaba mi trabajo, en la que me mostraba lo más sonriente, participativa y contenta posible. Además, los compradores no me habían puesto ni medio problema con que yo saliese para principios de mes.
Así fui deshaciendo el hogar de mi infancia, perdiendo todos los efectos personales de esa gente que ya no estaba; no tenía pensado volver.
El día 1 de Julio del 2019, firmé mi finiquito, me despedí de Antonio con un abrazo que duró más de lo que me gustaría admitir, cogí las cajas que quedaban en casa, mis maletas con mi ropa y le entregué la llave a la pareja que iban a ocupar mi antiguo hogar. Todo acabó en el maletero de mi coche, una Picasso de color plateado, que pertenecía a mi madre. Subí sin despedirme de nadie más, ni siquiera del lugar que me había visto crecer. Mi vida en aquel lugar de Albacete se acababa a pasos agigantados según iba alejándome; los recuerdos y las heridas sin cicatrizar se quedarían allí anclados. 

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