sábado, 24 de febrero de 2018

#33

Máscaras. Arriba. Abajo. Reclina el cuerpo y tiende la mano al desconocido que, muy posiblemente, conozcas.
La música para. El desconocido se desenlaza de tu mano.
La música empieza un nuevo ritmo. Alguien se te acerca, reclina su espalda y pide tu mano para bailar; no puedes ver mucho más allá de lo que te dejan las rendijas en sus ojos pero no te niegas sintiendo la mirada reprobatoria de tu madre porque te vas a escaquear.
—¿Os encontráis bien?
—Oh, sí. Sólo encuentro irritante nuestra actividad.
—¿No os gusta bailar?
—Por supuesto —respondes inmediatamente aunque sabes que lo odias y odias los callos de los pies, el dolor de tanto movimiento sin descanso e, incluso, los músculos gritan del dolor—. No hay mayor diversión en mi gozo; sin embargo, un descanso me vendría muy bien para relajar a mis pobres pies.
—Entonces, dejad que os saque de la sala para que disfrutéis de aire y ese descanso que tanto merecéis.
Tira suave y delicadamente de ti, haciéndote sonreír tímidamente ante la perspectiva de salir de tu infierno personal.
El balcón, el recurrido escenario de amor en demasiadas ocasiones y aun así es tan efectivo... Porque, por supuesto, tú estás. cayendo como cae ahora su máscara y puedes verle por completo.
La luz de la luna hace que resalte su rostro y una cicatriz en la barbilla; quizá no demasiado grande pero sí lo suficiente para afear el rostro del desconocido.
No sientes miedo, no sientes asco. Sientes una sonrisa de alivio porque él también es imperfecto y agradeces que te haya sacado de ese lugar horrible.
—Lo siento si no soy lo suficientemente guapo para vos.
Te echas a reír sin ninguna consideración a la dignidad del caballero.
—No seáis estúpido. Seguís siendo bello. Seguís llamando la atención de las jóvenes damas -dices como si fuese verdad, aunque has visto que así es.
—Al parecer os hago gracia u os burláis de mí.
—Me burlo de vos con todas mis ganas -contestas altamente bromista.
—¿Y de qué os réis?
—De que penséis que la gente se fija en esa pequeña marca.
Te quitas la máscara, pudiendo descubrir el secretismo, el misterio bajo aquella careta de porcelana.
—Veis porqué me reía de vos.
Y, como te ha prohibido tu madre que hagas, muestras la enorme cicatriz desde la ceja hasta la mitad de la mejilla.
—¿Por qué creéis que los bailes en mi casa son siempre con máscaras?
Esperas su cara de asco, una mueca que frecuentemente has visto, sin embargo ya no importa cómo te miren.
Pero no hay cara de asco y te sorprendes con absolutamente grata de un rostro que no se aflije de que no poseas una cara de porcelana y la que llevas entre los dedos se escapa sin que puedas hacer nada por evitarlo pero no se rompe, solamente se agrieta y tú te ríes porque hasta las máscaras que deben esconder tu cicatriz tienen las suyas.
—Puede que ya os lo hayan dicho pero sois hermosa; más de lo que nadie pueda ver. Y si se fijan en eso —señala su cicatriz—, es que no merecen ni estar a vuestro lado porque tienen el corazón podrido y amargado, tanto como las viejas solteronas que han perdido su amor en la claridad de sus días, incluso ellos que remarcan lo fea que os queda esa cicatriz no merecen ser comparadas con esas pobres ancianas que quedaron aletargadas en amar, pues son peores y más villanos.
Sí, te acaba de decir que eres bella, que no importa cuan grande sea tu cicatriz porque lo seguirás siendo a pesar de los problemas.
—Además, quedáis más exótica con un ojo blanco y otro dorados. El amor del Sol y de la Luna se refleja en vuestra mirada y en ella ambos están juntos, disfrutando de esa unión que tú le has proporcionado.
—Con palabra de romántico poeta habláis si bien mirarme no podéis.
—Yo no os miro, os contemplo, os absorbo por mis ojos para no olvidar la imagen que dais. Esa seguridad con la que hablabais mostrándome tan cruel cicatriz —los ojos se le iluminan y tú puedes verlos—. Vos demostráis que no hay que estar completo para sentirse realmente bien con uno mismo y sois un ejemplo a seguir.
¡No! No bajes la mirada, no pierdas de vista sus ojos azules. ¡No! ¿Qué haces? ¿Estás loca? Alza la mirada, siéntete orgullosa de lo que eres. ¡Que no! ¡No te mires a los pies!
—Cuando era niño y me hice esta cicatriz, los hijos de los vecinos, los hijos de los amigos de mis padres se reían de mí. Me decían que jamás podría lo que mis padres tenían previsto para mí; que buscarían un nuevo heredero para que heredase la fortuna familiar. Pronto, hubo noticias de que mi madre se encontraba en cinta y fui presa del terror, de que ciertamente habían decidido que no merecía la fortuna familiar. Me sentí irremediablemente dolorido porque mis padres no confiansen en mí por muy feo que fuera.
»El día del parto llegó y el fruto que salió de ella fue mi hermana Lousiana. Agradecí a Dios por no dar a mis progenitores un hijo varón. Ahora me doy cuenta de que eran unas oraciones altamente egoístas. Y claro que pregunté a mis padres por su necesidad de tener más estirpe. Su respuesta fue harto sorprendente para mí: querían que su querido hijo mayor no se sientese solo ni alicaído. Mi madre tomó mi mano fuertemente y sonrió: "Sólo queremos verte reír, cielo".
Su historia te parece harto interesante y, para animarle, vuelves a sonreír con fuerza.
—Ahora sé como se llama vuestra hermana y la historia de vuestra cicatriz pero, ¿y para cuándo vuestro nombre?
Se inclina hacia a ti, el recorrido va desde su posición a tu oído, susurrante abre la boca y deja que si nombre brote de sus labios:
—Yo soy Derek.
Te parece un nombre bello, quizá demasiado. ¿Y el tuyo no lo es tanto? Quizá cuando lo oiga quiera salir corriendo y diga que pega con tu monstruosa cicatriz. Mejor no se lo digas pues esa es su próxima pregunta.
Estás pensando que igual ya lo sabe pues está en boca de tantos: la niña que quiso vivir con los lobos. La niña que quedó ciega de un ojo por jugar con cachorros de lobo.
—Espero el tuyo —susurra con voz seductora.
—Agathés —respondes tragando saliva—. Agathés, niña de los lobos.

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